Posfacio a la edición en español de Las cinco estaciones del amor (Corregidor, Buenos Aires, 2009)
“No pertenecer perteneciendo”: en torno a Las cinco estaciones del amor
Pedro Meira Monteiro
(Princeton University)
Este libro de João Almino es el tercero de una trilogía que recientemente se volvió un cuarteto, y que nada impide que se transforme en una saga, teniendo siempre como escenario Brasilia, la ciudad modernista incrustada, como un raro sueño, en el corazón de Brasil.
En los libros “anteriores” a este (las comillas sirven para recordar que el lector casi nada pierde si lee las novelas de un modo diferente a su orden de aparición), Brasilia era todavía el repositorio de una historia fragmentada, hecha en pedazos, no tanto por el rechazo programático de un orden cualquiera, sino mucho más por la fragmentación de la memoria, que João Almino persigue en sus personajes atormentados y simula en su prosa despojada de grandes/largos contornos, pedestre y ágil.
Tal vez el más fuerte trazo de la literatura de João Almino sea el ejercicio metanarrativo, las experimentaciones y la exposición de las voces de donde parece emanar la historia contada. Sin embargo, hay algo especial y un tanto inusitado en esta literatura que se ejercita a sí misma delante de los ojos del lector. Es que, al contrario de lo que se podría suponer a primera vista, tales experimentaciones no la vacían de un carácter propiamente lírico, casi elegiaco a veces.
No se encuentra, en los libros de João Almino, el “realismo” mínimo de las narrativas que, más o menos secas, se atan al objeto narrado, creyendo muchas veces en el poder de una mirada veloz, que se pega a aquello que retrata o distorsiona. Su prosa, se puede decir, obedece por lo menos a dos tiempos: uno que sigue el flujo del pensamiento, y de la mirada un tanto blasé (generalmente vaciada de utopías) de varios de sus personajes, y otro que, más lento, permite alejamientos momentáneos, creando instantes en que pequeños contornos antes invisibles se dejan atrapar. Como si este fotógrafo que es el autor se divirtiese en jugar con el foco de una máquina narrativa, recordando que lo que es invisible no es la materia misteriosa e inaccesible, sino sólo la marca de una silueta que se forma en otro plano, en donde líneas de luz se juntan para conformar una imagen alternativa. Los libros de João Almino son, en cierto sentido, un ejercicio de la mirada, y el constante recuerdo de que también los autores no pueden dejar de jugar con el foco.
En Idéias Para Onde Passar o Fim do Mundo, de 1987, el narrador recuerda ya en el inicio que, siendo él mismo un muerto que va a escribir, estaría rindiendo su homenaje al Brás Cubas de Mahcado de Assis, aunque de hecho rechace identificarse con el famoso “difunto autor”. Mientras en Machado el futuro es casi siempre un espacio vacío, fundamentalmente ausente, en João Almino él es la incógnita que gana los colores de Brasilia, el olor, la temperatura y los gustos del Planalto Central de Brasil. Suerte de empresa proustiana pero de un modo inverso, la memoria parece querer vaciar el tiempo y encaminarse hacia delante (“tengo mucho espacio hacia donde expandirme”, dice el narrador fantasmático de su primera novela), para allí donde está el futuro de Brasilia, que es el tiempo figurado de una falencia de los sueños colectivos, de la imposibilidad de que el ideal finalmente se concretice.
No debemos olvidar que el tiempo de la escritura y de la publicación de la primera obra ficcional de João Almino (1987) es precisamente el momento en que el Brasil experimentaba el debilitamiento, por fin, de una larga dictadura. Como para gran parte de la izquierda latinoamericana, el legado de aquel tiempo era la constatación amarga de que la potencia libertaria de los años sesenta no había dado casi ningún resultado. Esta marca es la que cargará la Brasilia de sus libros: la ciudad es un ideal siempre un poco fallido, o aún, como en las figuraciones clásicas de la melancolía, ella es el espacio en que la decadencia ya comenzó, con la inexorabilidad propia al tiempo que, como bien saben los lectores de Machado de Assis, roe y roe, completamente indiferente a las veleidades y a los deseos de los hombres.
Pero no se trata solo de una alegoría del tiempo. Sus personajes revelan, a través de sus movimientos, una trama compleja, que se hace y deshace frente a un espacio y un tiempo vacíos: el instante es aquello que más insistentemente buscan los libros de João Almino, como si todos (inclusive el narrador muerto de la primera novela, pero también los narradores de los demás libros, y especialmente la narradora de Las cinco estaciones del amor) se moviesen enfrentados a un rumbo siempre ignorado, un futuro hacia el cual todos miran sin poder enfocar nada muy precisamente. Pero, más allá de los trazos trágicos con que se diseñan esos seres ciegos frente al destino, la densidad y las cualidades humanas de los personajes permiten ver, entre las diversas tramas amorosas, una red propiamente social que, indiferente, marca la posición de cada uno, es decir, de las clases alta y media de Brasilia, que viven rodeadas por un mundo enorme que las sorprende y las fascina, un universo de inmigrantes que, llegados sobre todo del Noreste de Brasil, dan forma a una ciudad interminable que rompe sin consideración las líneas proyectadas por sus primeros arquitectos y visionarios.
Los personajes se mueven en un escenario de paradójicas ruinas: “ruinas del futuro”, para recordar la triste y exasperada expresión de Don DeLillo. Brasilia, de donde sea que se la vea, acumula los detritus de sus derrotas, un poco como el cuadro de Klee, en la célebre interpretación de Walter Benjamin, tan fundamental en Las cinco estaciones del amor: al ángel (o al narrador) “le gustaría detenerse para despertar a los muertos y juntar los fragmentos”, pero lo único que hay es ese viento impetuoso que nos lleva a todos al futuro, que es una acumulación continuada de ruinas.
En el segundo libro, Samba-enredo: Romance, de 1994, es una computadora-mujer, Gigi (G.G.), la que se apodera de la narrativa y se antepone a su propietaria, Silvia, para darle sola algún sentido a la historia caótica del país, observada en un registro burlesco y carnavalizado que, aquí sí, orilla la alegoría de un “tierra en transe”, recordando la magnífica fábula cinematográfica sobre el fenómeno populista en América Latina.
La computadora de su segundo libro, sin embargo, no está tan sola. También ella, como en el caso de la primera novela, es sorprendida por un fantasma: el de Ana Kaufman, protagonista involuntaria de la tragedia que llevará a la muerte, por asesinato, al primer presidente negro de Brasil, Paulo Antônio Fernandes. La misma cuyas “anotaciones para una novela en primera persona” fueron descubiertas después de su muerte, y cuyos “problemas de desciframiento” la computadora trató de resolver, aunque los problemas “de su corazón”, como se lee en el inicio de Samba-enredo, se hubiesen revelado insolubles aun para la omnisciencia cibernética de Gigi, que se descubre sin “acceso” a los secretos más recónditos del personaje. Finalmente, se trata de la misma Ana Kaufman que, descubrirá el lector de esta Las cinco estaciones del amor, es la narradora que se desdobla en dos potencias distintas: la contenida Ana y la bravía Diana, que juntas habitan las “aventuras de la soledad” de esta profesora jubilada tempranamente, que vive en un sitio privilegiado de la ciudad, desde donde se revelaría el “plan piloto” de Brasilia y sus líneas ideales que el presente va deshaciendo poco a poco. Se trata por fin de Ana, la escritora frustrada que no consigue deshacerse de la incómoda trama de sus escritos, a no ser en un gesto extremo y doloroso. Un personaje, o una narradora, atónita por su propia condición de escritora.
En cierto sentido, los libros de João Almino son sobre la imposibilidad del libro, sobre la angustia del escritor moderno que, justamente por habitar la modernidad, se dio cuenta que un “libro absoluto”, como aquel que Mallarmé imaginara y que la narradora de Las cinco estaciones del amor evoca, es una improbabilidad, un sueño que las palabras singulares de Ana Kaufman proyectan, en un bello diseño que aquí me permito adelantar a los ojos del lector:
“Quedar desnuda y leve, deshacerme de los papeles, renacer libre de la carga del pasado, es todo lo que quiero. Con ideas marchitas es difícil vengarme de las palabras adormecidas. Sin embargo, los papeles van a gritar, a llorar, al ser rasgados, recuperando la vida de las ideas y de los sentimientos allí guardados. A partir de ahora, mis palabras de orden son: nada retenido, nada guardado. Está llegando el momento de descargar lo que vengo acumulando. Y también de liberar las palabras de los bloques –graníticos- hechos con las emociones que el tiempo calló. Que ellas salgan, hechas cuchillos afilados, esculpiendo el espíritu del instante. Quiero vivir en un hipertexto que nunca pare de construirse, en que la escritura sea un diálogo continuo e interminable con la mente o un contrapunto de la vida. Borrar todos los libros, para dejar brillar, solo, el libro natural: aquel en que se creía en Yucatán, lo que no fue escrito por nadie, que va pasando él mismo sus páginas. Mi revolución interior depende del coraje de ir componiendo el texto, siempre en presente, mientras me deshago de los papeles acumulados. Los papeles al menos aumentarán mi espacio de libertad”
“Papeles al menos”, para seguir con la expresión de Ana, es la figuración misma de ese encuentro imposible de la literatura con la vida, una vida que se resiste a derramarse sobre el papel o la pantalla, siendo finalmente refractaria a las letras. Pero João Almino sigue intentando, y ya aquí es posible proponer/arriesgar una hipótesis: la de que toda su literatura sea no solo una aventura metanarrativa, sino un diálogo profundo con las emociones, que son por su naturaleza inaccesibles a aquel que busca rememorarlas. Finalmente, siempre que el escritor quiere agarrarlas ellas se desvanecen, haciendo que el resultado del esfuerzo artístico sea sólo una colección de “bloques graníticos”, es decir, de emociones muertas, enfriadas y petrificadas por el tiempo.
Si anteriormente evoqué a Proust fue por imaginar que aún en João Almino las sensaciones son todavía el único camino para la recomposición de lo que el tiempo hecha a perder. Pero también aquí habrá algo de proustiano aunque de modo inverso, no sólo porque el tanteo del futuro prescinde de una brillante reconstrucción del pasado, sino porque toda la recomposición está inevitablemente destinada al fracaso. Ni una decena de libros, ni cien magdalenas, ni un millón de palabras pueden contener ese flujo impiadoso del tiempo y traer de vuelta lo que pasó, que será siempre para nosotros mero resquicio, restos incongruentes a los que nuestra saña de lectores, o escritores, intenta dotar de algún sentido. La metáfora es la de la lectura, pero también la de la política: la materia/los pedazos de la ciudad, es decir, de la polis, se despliega sin sentido, y no hay orden posible que la retenga u organice, a no ser el gigantesco carnaval que el transe de la política brasileña y latinoamericana puede sugerir.
Si hay una “lección” en la obra ficcional de João Almino, tal vez ella se dirija contra las pretensiones de jerarquizar y organizar lo vivido. De allí que el sentido de lo vivido se resuma en las emociones que escapan al discurso, lanzándonos, a nosotros lectores, el desafío de una recomposición de imágenes y sueños fugaces, cuya poética es la de la delicadeza e inviolabilidad del momento, que raramente reporta un plan más allá de la experiencia individual. En la ficción de João Almino, los sueños colectivos y abstractos, el sentido mismo de la política, se encuentran en una crisis que es la de nuestro tiempo, cuando, sin embargo, se da el instante en que la delicadeza se ofrece al sujeto, en formas múltiples, figuradas en un jardín: “Jardín, no del edén, sino pequeño espacio al que somos reducidos al final, a lo esencial, a lo que podemos abarcar con la mirada y el toque. El jardín siempre estuvo allá, pero sólo ahora lo notamos, espacio de la delicadeza, del exterior próximo, cerca de la casa. Algo que nos pertenece, pero atravesado por la mirada de los otros, siempre allí, para contemplar, para poseer, para ser perdido”.
En un estudio clásico sobre la “ontología de la imagen fotográfica”, publicado al final de la Segunda Guerra, André Bazin recuerda que en el origen de las artes plásticas habría una especie de “complejo de momia”, es decir, el deseo de celebrar y simular la perennidad del cuerpo contra la muerte. Residiría allí la búsqueda de la semejanza de los pintores, su tentativa de congelar los objetos y saciar nuestro “apetito de ilusión” que, en una especie de evolución pictórica, la fotografía habría superado por ser una forma artística que prácticamente prescinde de la mediación del hombre, constituyéndose en pura objetividad. En nada debería sorprender entonces que aquello que sustituye el ojo humano se llame, para el fotógrafo, “objetivo”.
Si creyéramos en Bazin, no podríamos dudar del fenómeno que el fotógrafo captura: la fotografía se asemeja a una reliquia en que se guarda la presentificación del objeto, liberado de sus contingencias temporales. De allí el encanto de las fotografías de un álbum: “esas sombras cenizas o sepias, fantasmáticas, casi ilegibles, no son más los tradicionales retratos de familia, y sí la presencia perturbadora de vidas detenidas en su duración, liberadas de su destino, no por los prestigios del arte, sino por la virtud de una mecánica impasible”.
Descontados los presupuestos ontológicos que atribuyen a la fotografía un carácter absolutamente instantáneo, que en última instancia prescinde del artista, en esa idea de vidas capturadas en su duración, se construye una poética muy próxima a aquella esbozada por João Almino, y ensayada por Ana, la narradora de Las cinco estaciones del amor.
No será por casualidad, finalmente, que su última novela, tal vez la más lírica hasta aquí, se llame El libro de las emociones (2008) y tenga por narrador a Cadú, un fotógrafo viejo y ya ciego que, viviendo en Brasilia en el 2022, resuelve recomponer un diario a partir de fotografías que ya no puede ver, pero que puede evocar y, por lo tanto, describir, o sea, escribir sobre ellas. Cadú es un personaje que atraviesa las novelas anteriores, inclusive Las cinco estaciones del amor. Fue él, además, quien en Ideas para donde pasar el fin del mundo tomó la foto con la que se inicia la narración. Una foto que, siendo una instantánea de una efusión cívica, fijara un grupo de personas cuyas vidas el narrador-difunto de aquel libro pretende rescatar, desarrollando un guión cinematográfico que pudiese retirarlas de aquella inmovilidad, dándoles el futuro que la fotografía esconde como pura e inalcanzable virtualidad. Retornando a Bazin, el cine aparece entonces “como acabamiento en el tiempo de la objetividad fotográfica”.
Creo que la fotografía y el cine ofrecen las claves no sólo para la comprensión de la última novela de João Almino, El libro de las emociones, sino para todo el cuarteto de Brasilia y, tal vez, para los libros por venir. En la solapa de la edición brasileña de Las cinco estaciones del amor, Silviano Santiago ya alertaba sobre la “implacable kodak novelesca” con que el autor capta las “voces de los trabajadores excluidos en las ciudades satélites, de los aventureros y desenraizados que, por voluntad o por decreto, allí (en Brasilia) aportaron.” Y es Alcir Pécora quien, más recientemente, en el prefacio de El libro de las emociones compara la narrativa proporcionada por las instantáneas fotográficas del fotógrafo-escritor (ciego, nunca está demás recordarlo) a aquellos “paseos erráticos de la cámara que empleaba Robert Altman: un largo disparo, sin cortes y sin ajuste automático de foco, que pasea entre desconocidos, o vagamente conocidos, cuyas vidas se presentan en aquel lugar, en secuencia, no por la coherencia del hilo narrativo, sino sobre todo por la sintaxis, por la disposición de vuelo ciego de la cámara. Por eso mismo, resulta notable el gesto de desencuadre existencialista que el travelling permite, cuando las situaciones son capturadas de paso y al medio, de modo que siempre es introducida alguna vaguedad en la comprensión de cada uno de sus cuadros o fotos.”
La observación de Alcir Pécora ilumina también Las cinco estaciones del amor, cuya referencia oblicua, en el título, a la pasión de Cristo en su arduo camino por las estaciones, no debe sin embargo llevarnos al engaño de suponer que haya o deba haber, finalmente, una redención. La redención, al final, se expresaría en la inmolación última del sujeto excepcional que, entregado al transe místico, enseguida encontrará la resurrección. No es lo que sucede con los personajes de João Almino en este su bello libro narrado por Ana.
El “desencuadre existencialista” al que se refiere el crítico remite a un desplazamiento de otro orden, que no se da en dirección a una gran solución final, sino, por el contrario, admite y legitima un mundo en que el sujeto ya no encuentra su significación en un discurso apocalíptico que cree que el futuro se ha materializado frente a nuestros ojos. En Las cinco estaciones del amor, cerca del final se encuentra una discreta salida. Frente a la revelación final, hay un instante de rendición más que de redención.
Este libro, así como los demás libros de João Almino, parece evocar un encogimiento o un apaciguamiento del ser, que finalmente desiste de acercarse a todo sentido, abriéndose generosamente a la multiplicidad y al flujo de la vida. (No es en vano recordar que el apocalipsis, tomado etimológicamente, es la propia revelación del sentido.). En otras palabras, es ofrecida al sujeto la chance de aproximarse humildemente al instante para amarlo en su fugacidad y allí investigar el amor posible. Como recuerda Susan Sontag en su diatriba contra los surrealistas, los fotógrafos serían los únicos capaces de sugerir que es vano “hasta aún intentar comprender el mundo”. A cambio de ese rechazo a comprender, lo que ofrecen es solamente la idea de “coleccionar” el mundo en imágenes.
Finalmente, cuando nos vemos frente a tal colección, descubrimos que el instante es nuestra única morada posible, el lugar fugitivo al que pertenecemos sin pertenecer. Allí reposa la mirada de João Almino, y allí, sólo allí, debe encontrarse el lector de Las cincos estaciones del amor.
Posfacio a la edición en español de Las cinco estaciones del amor (Corregidor, Buenos Aires, 2009)